Una de las cosas que me gusta de mí mismo es mi capacidad para evolucionar. No soy una persona muy tendente al autobombo ni a hacer grandes manifestaciones de orgullo, pero supongo que, de vez en cuando, decir que algo lo haces bien, también es necesario. Por supuesto, evolucionar no es siempre para bien, pero en general se trata de actos de progresiva madurez.
Por ejemplo, cuando era más joven sentía una cierta animadversión hacia los pueblos, tal vez como reacción a mis orígenes familiares. No quería saber nada de tradiciones de pueblo y fiestas patronales que me parecían lo más deprimente del mundo. El hecho de que te obliguen a algo, cuando eres adolescente y no puedes tomar tus propias decisiones, no suele ayudar. Y a mí me obligaban a ir a las fiestas como la de albariño cambados.
Por aquellos tiempos no entendía mucho (o nada) de vinos y aquella fiesta no me interesaba lo más mínimo. Todos a mi alrededor estaban súper entusiastas con el tema, pero a mí, por acción reacción, me producía dolor de cabeza. Claro, yo no sabía, por entonces, la increíble tradición que había detrás de una fiesta así que, según cuentan, es una de las más antiguas de España.
Así que cuando fui un poco más mayor simplemente dejé de ir y me quedaba en casa mientras toda mi familia iba a disfrutar en albariño cambados. Pero pasaron los años y me relación con el albariño cambió. Aprendí a apreciar el vino… y las fiestas de pueblo. Y, con ello, las tradiciones populares. Porque una tradición no tiene por qué ser seguida si uno no quiere. Pero, al menos, por respeto a tus propias raíces, hay que conocerla y tratar de entenderla.
Y en eso es en lo que he evolucionado. Me he vuelto menos escéptico y desagradable con las pasiones de los demás. Porque las fiestas populares forman parte indeleble de las tradiciones más entrañables de nuestros antepasados. Y si, además, se trata de una fiesta para celebrar la cultura del vino… ¡qué más se puede pedir!