Formas innovadoras de reducir el consumo y fomentar la sostenibilidad en la ciudad emblemática

por | 31 marzo, 2025

La energía y eficiencia Santiago parecen dos términos que combinan mejor que un churro con chocolate en una fría mañana gallega. Cada vez que visito la ciudad, me asombra cómo las construcciones históricas pueden convivir con ideas tan actuales sobre el ahorro de recursos. He visto cómo la gente se las ingenia para que las calles adoquinadas y los tejados antiguos sigan ahí, pero con una conciencia renovada acerca de cómo gastar menos luz, agua y calefacción sin sufrir un colapso en el intento. Hay algo casi poético en mantener la tradición arquitectónica mientras se aplican nuevos métodos para hacerla más verde.

He conocido a vecinos que siempre hablan de la impermeabilización de sus hogares y la instalación de ventanas con un doble acristalamiento tan eficaz que, cuando cierran la puerta, no se oye ni un alma fuera. Tiene cierto mérito ajustar esas innovaciones a casas centenarias, con muros de piedra y huecos a menudo irregulares. Lo mejor es que esas medidas no solo benefician al planeta, sino que también alivian la factura mensual. Uno se acostumbra a una vivienda cálida en invierno y fresca en verano, sin esa necesidad de encender la calefacción o el aire acondicionado a toda potencia. Con un buen aislamiento, puedes ahorrarte la imagen de billetes volando por la ventana y dedicar el dinero a comer un buen pulpo a feira o a comprar un chubasquero decente para las típicas lluvias que visitan la región con bastante frecuencia.

He observado cómo algunos comercios han apostado por sistemas de recogida de agua de lluvia para regar plantas, limpiar la calle o incluso abastecer los tanques de los inodoros. Aunque pueda sonar un poco extraño, la verdad es que, con un buen filtro, se puede dar uso a esa agua que cae generosamente del cielo. Cuando uno ve la cantidad de precipitaciones que a veces recibe la ciudad, se pregunta por qué no todo el mundo hace lo mismo. Quizá temen meterse en complicaciones de tuberías y depósitos, pero en realidad la inversión inicial se compensa rápidamente, y el gesto de reutilizar ese recurso es tan práctico como ecológico. Además, si uno se anima a colocar paneles solares, puede aprovechar incluso las escasas horas de sol que aparecen entre nube y nube. Vale, la radiación no es la misma que en el sur peninsular, pero con la tecnología actual, basta un rato de luz para ir sumando un ahorro en el consumo eléctrico.

He tenido la suerte de charlar con amigos que se mueven en bicicleta, y no solo porque quieran ahorrar gasolina, sino porque disfrutan del ejercicio y de evitar los atascos que a veces se forman en las calles más estrechas. La anécdota graciosa fue comprobar que subir ciertas cuestas de la ciudad les hace sudar más que un café en pleno agosto, pero al final se sienten orgullosos de reducir la contaminación y, al mismo tiempo, mantenerse en forma. Lo curiosos es que algunos han optado por la bicicleta eléctrica, un invento que resulta especialmente útil para afrontar las pendientes sin llegar con la lengua fuera a su destino. Aunque no parezca un gran cambio a primera vista, cada kilómetro que recorren sobre dos ruedas representa un pasito más hacia la sostenibilidad.

He comprobado que, en cuanto a la luz interior, cada vez más hogares y locales comerciales sustituyen viejas bombillas por iluminación LED. Al principio, uno se queja porque las bombillas tradicionales eran muy baratas y las LED parecen tener un precio elevado, pero cuando llega la próxima factura, se entiende por qué la inversión merece la pena. No se trata solo del ahorro, sino de la durabilidad y la calidad de la luz. Conozco a quien lleva años sin cambiar una bombilla LED y se muestra feliz porque, además de gastar poco, no tiene que subirse a una escalera a hacer recambios constantes. Puede que al principio cueste acostumbrarse al tono de la luz, pero rápidamente te das cuenta de la diferencia en la comodidad y en la calidez del ambiente.

He visto iniciativas colectivas como las jornadas de intercambio de objetos y ropa, donde la gente acude con cosas que ya no utiliza y se las lleva alguien que sí les va a dar un nuevo uso. Es curioso cuánta ropa y cuántos aparatos electrónicos se quedan olvidados en el fondo de un armario, y, sin embargo, podrían servir a otra persona. Además de fomentar el reciclaje, se crean lazos de comunidad, se evitan compras innecesarias y uno sale sintiéndose parte de un proyecto que va más allá de lo material. Me comentaron que en algunos barrios antiguos se organizan patios comunitarios con pequeños huertos, gestionados entre varios vecinos que comparten los frutos de la tierra y, de paso, mejoran la convivencia. No hay nada como cultivar tus propios tomates y lechugas para sentirte como un verdadero agricultor urbano.

El cambio a un estilo de vida más sostenible no es tan complicado si uno se lo toma como un reto personal lleno de recompensas. Al final, la clave está en adoptar pequeñas costumbres que, sumadas unas a otras, generan un impacto notable en el consumo de recursos. Además, el bolsillo lo agradece, y eso de disfrutar de la ciudad con la conciencia tranquila tiene su encanto. Está claro que Santiago es un lugar donde la historia se respira en cada esquina, pero también es un escenario perfecto para que todos esos avances en materia de eficiencia se apliquen de una forma casi artesanal, integrados en su noble arquitectura. Y, francamente, no se me ocurre mejor forma de honrar sus muros centenarios que asegurarnos de que el futuro que los rodea sea lo más limpio y respetuoso posible.